(14-11-1996) Se
me está poniendo muy dura... la vida universitaria. Y más tener que con_jugarla
con la contemplativa de antaño. Nunca he sido muy vago (¡Atención al adverbio “muy” que
indica que algo sí lo he sido!), pero es que jamás me ha gustado (ni me gusta,
ni me gustará) estudiar en demasía... más bien gustarme, lo que se dice y se
entiende por "gustarme" me gusta poco: lo justo para aprobar sin necesidad de
cubrirme de gloria. En mi carrera estudiantil no he sido ni notable ni
sobresaliente: más bien aprobado raspado y, en ocasiones, he progresado
adecuadamente, eso sí, siempre dejándome llevar. Pero soy consciente de que llega
un momento en la vida de cada universitario (cada uno de los que no hace los
deberes a tiempo) en el que debe tomar una decisión crucial que marcará el
resto del semestre, ya sea el primero o el segundo: ¿Cuál me dejo para septiembre?
Hace
varios días que desgraciadamente no escribo nada, y desde que comencé a plasmar
mis ideas, pensamientos, incertidumbres y mi versión de los hechos en papel o en el
ordenador nunca jamás me había tirado casi dos semanas sin abrir el chorro de las
chorradas, pero estas últimas jornadas deben haber sido para mí lo que se
conoce como 'la excepción que confirma la regla'... de que estudiar no es lo
mío y además me agota. La palabra “estudiante” pensaba, en un tiempo muy lejano,
que venía de la combinación entre “estudia” y “antes”, es decir, significaba 'aquella
persona que dedicaba un tiempo más o menos adecuado a preparar una gran cita educativa’,
y claro, todo aquel que no actuaba de ese modo era un mal estudiante (haber estudiado
antes): ¡Vaya tonterías pensamos cuando somos niños!... Nos hacemos mayores y
las tonterías pasan a ser... adultas. Paradigma del grado de estupidez humana proporcional a la edad.
Reconozco
que siempre he preferido (mucho) más ver una película que coger un libro, y
cuando digo ‘libro’ me refiero tanto a uno donde aparezcan problemas sin
resolver o fórmulas imposibles, como a uno en el cuál al final se resuelvan y el
chico se quede con la chica, consiga sacar la espada incrustada de la piedra o
llevar el anillo a la Tierra Media, dependiendo del género más que del número. Sucede ahora que en la
Universidad, por mucho que ya me había mentalizado a no volver a caer en la
tentación, me ha vuelto a pasar (porque siempre re-tropiezo), y día a
día me engaño a mí mismo e quando arrivo
a casa lo que me apetece de verdad es ver Friends o algún peliculón sorpresa,
como ayer miércoles, día de Champions Filme, que Alberto subió uno de traca mix del videoclub, viéndome así, desmoralizado
tanto porque se me acumulan las prácticas y los temas por estudiar como por mi
relación estancada de amigos_para_siempre con María, que sí, muy bien, somos ya
muy amiguitos, incluso compañeros de grupo... pero sin derecho a roce (ni siquiera con
el codo y sin querer). En fin, continúa la leyenda...
Y
en esas que la película que trajo, junto con una bolsa de papas y una Coca-Cola
de 1,5 litros medio bastante fría, era la comedia indie Mallrats. Hoy, el día después,
todavía estoy con la sonrisa en la cara recordando las aventuras y desventuras de
Brodie (Jason Lee), el prota, un obseso de los cómics & los videojuegos que
está enamorado de la ‘Brenda Walsh’ (Shannen Doherty) de la serie Sensación de
vivir, a la que acaba de perder por culpa de su pasotismo y de un auténtico cachas guaperas (Ben Affleck). Y
todo esto sucede dentro de un centro comercial a las órdenes del director Kevin
Smith, que además tiene un papel crucial en la cinta (y supuestos poderes paranormales) junto con un colega suyo
de toda la vida bastante friki
también: son Jay & Bob el Silencioso, y ayudarán a Brodie y a su mejor
amigo a recuperar a sus respectivas novias en un programa de parejas en televisión que,
precisamente, se rueda in situ en aquel recinto tipical USA. Y yo digo, con genialidades así ¡¿cómo voy
a estudiar?!
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